Las Mezquitas Azules.

La Ciudad Sagrada de Samarcanda.

Camino con las ideas por una ciudad sagrada que no es mía, no, no es mi Ciudad Sagrada y ni siquiera es mi ciudad, ni la en que me encuentro, pero si lo es de los otros o por lo menos de otros entre los otros. Es una ciudad de susurros, las ciudades sagradas se caracterizan por su inaudible murmullo, murmullo infinito de los rezos de los que creen en su fuego sagrado o que creen que en ellas habitan las almas de sus dioses y de los santos de las fes de todos los fervorosos creyentes.

La ciudad es de tierra batida, adobe, ladrillo y estuco y con cúpulas recubiertas de mosaicos azules que oscilan entre turquesas, celestes, ultramarinos y purpúreos, una infinidad de coloraciones que se terminan percibiendo como una sola, un sólo y único azul, un azul de todos los azules que a veces se deja ver y otras veces se esconde en el cielo como para que no lo vean o para desaparecer a los ojos de los infieles. Soy un infiel, de corazón y de mente, no creo en los dioses y sin embargo sus ciudades sagradas me fascinan, me fascinan sus ritos, sus devociones, sus ceremonias, sus procesiones y ciertas sonrisas que iluminan las comisuras de los labios de sus filósofos y poetas. La fe no es asunto baladí, la fe mata, mutila, descuartiza, anula a sus contradictores y los convierte en polvo cósmico, mártires y santos que renacen en la libido de sus sacerdotes, ángeles y arcángeles de las huestes celestiales o demonios de los infiernos abismales, un paraninfo de agraciados y desgraciados, de seres iluminados y transparentes o monstruos de colas infinitas y languidecientes miradas de azufres. 

El sol de la ciudad es plomizo, el calor abundante y seco, el aire reseca las gargantas y, aún así, aún de esta manera tan antipática y con todo en contra caminar por ella no es difícil, por muy extraño que parezca. La ciudad se encuentra en una planicie ligeramente inclinada y atravesada por la sombra de un río que aparentemente, por las numerosas huellas que ha dejado de lado y lado alguna vez fue fogoso y probablemente majestuoso. Un viejo puente de ladrillo y piedras labradas da testimonio por su imponencia del pasado glorioso de unas aguas casi desaparecidas que circulan entre piedras y restos de ofrendas a los dioses que sirven de alimento para los macacos de los templos más cercanos. Los hombres y las mujeres que habitan este lugar sagrado van vestidos con infinitas túnicas que se enrollan varias veces alrededor de sus cuerpos y enturban sus cabezas para protegerlos de las inclemencias del sol. La multitud de colores de estas túnicas dan a las calles una sensación de alboroto silencioso, un colorido en movimiento perpetuo que contrasta con las paredes amarillentas del adobe de las construcciones, muros y fachadas con escasas ventanas y pocas puertas. Dicen los más ancianos que viven en este lugar desde siempre que en épocas inmemoriales los habitantes caminaban por los techos y bajaban a las habitaciones por escaleras escamoteables, pero esto era antes de que los dioses vinieran a caballo, sedujeran a todas las mujeres y obligaran a los hombres a creer en ellos. 

Desde entonces inventaron las puertas y luego los vahos que poco a poco se transformaron en ventanas con cristales poco translúcidos y blancuzcos montados en armazones de madera hábilmente decorados con símbolos religiosos, figuras alegóricas o animales que danzan alrededor de un sol icónico cuyo policromado desapareció con el tiempo, los cambios climáticos y las escasas lluvias que rocían la ciudad desde el día que los Touranes asentaron sus rebaños de ovejas en Afräsiab, un islote en un río que rociaba oro y que desde el origen de los tiempos intenta cruzar la planicie de los hombres sin haberlo logrado nunca, pero que lo sigue intentando tan grandes son sus ilusiones de dejar de dar de beber a los hombres, a sus animales y a sus cultivos y algún día llegar a ver el mar y probar la sal que da la vida.

Los sueños y las ciudades sagradas son imágenes etéreas, parten de la nada para terminar en la nada y nunca son reales, ni siquiera mientras existan, ni cuando caminas por sus polvorientas calles, ni tampoco cuando imaginas lo grandioso de sus templos en los escondites de tus mentes o en los recovecos de tus ilusiones. Todo es una imagen que intenta reconfortar y reconciliar los miedos con las ilusiones, todo es una fuga hacia adelante, hacia el mundo de las ilusiones y de los seres perfectos cuyo único crimen es no existir. Asmara Kan no existe, aunque yo haya estado en ella y miles de camellos la hayan cruzado durante milenios para llevar inciensos y especies para ambientar los festejos y las salas del trono de los reyes de todos los mundos ataviados con las sedas de los gusanillos del Gran Khan. 

A finales de cuentas, ¿cómo puede existir una ciudad cuyo nombre cambia dependiendo del pórtico de entrada y en cuyos sepulcros los profetas siguen creciendo después de muertos?…


Acuarela, Ladrillo de vidrio. 19 x 19. Barcelona. 2015
La Mezquita Azul de Samarcanda. (19 x 19)
2015
Las Cúpulas Azules de las Mezquitas de Samarcanda. (19 x 19)
2015
(Vendida: J.Igl.)

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